En las aguas costeras poco profundas de los océanos Índico y Pacífico, un primo del manatí que se alimenta de hierbas marinas está en peligro. Las presiones medioambientales, como la contaminación y la pérdida de hábitat, suponen una grave amenaza para la supervivencia del dugongo (Dugong dugon), hasta el punto de que, en diciembre, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza elevó la categoría de riesgo de extinción de la especie a vulnerable. Algunas poblaciones están ahora clasificadas como en peligro o en peligro crítico.
Por si fuera poco, las vacas marinas corren el riesgo de perder la protección de un grupo que las ha cuidado durante mucho tiempo: los isleños del Estrecho de Torres. Estos indígenas de la costa australiana han sido históricamente los guardianes de las poblaciones de dugongos, cazándolos de forma sostenible y vigilando su número. Pero los isleños del Estrecho de Torres también están amenazados, en parte porque el nivel del mar está subiendo e invadiendo sus comunidades, y las temperaturas más cálidas del aire y del mar están dificultando la vida en la región.
Esta situación no es exclusiva de los dugongos. Un análisis global de 385 especies animales y vegetales de importancia cultural reveló que el 68% de ellas eran biológicamente vulnerables y corrían el riesgo de perder su protección cultural, según informan los investigadores el 3 de enero en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences.
Según la antropóloga cultural Victoria Reyes-García, estos resultados ilustran claramente que la biología no debería ser el factor principal a la hora de definir las políticas de conservación. Cuando una cultura disminuye, las especies que son importantes para ella también se ven amenazadas. Para ser eficaces, los esfuerzos de conservación deben tener en cuenta la vulnerabilidad tanto de las especies como de las personas que las han cuidado históricamente, afirma.
«Muchos conservacionistas piensan que hay que separar a las personas de la naturaleza», afirma Reyes-García, de la Institució Catalana de Recerca i Estudis Avançats y la Universitat Autònoma de Barcelona. Pero esa táctica pasa por alto la relación afectuosa que muchos grupos culturales -como los isleños del Estrecho de Torres- mantienen con la naturaleza, afirma.
«Los pueblos indígenas, las comunidades locales y también otros grupos étnicos son buenos guardianes de su biodiversidad», afirma Ina Vandebroek, etnobotánica de la Universidad de las Indias Occidentales de Mona, en Kingston (Jamaica), que no participó en el trabajo. «Tienen conocimientos, profundos conocimientos, sobre sus entornos que realmente no podemos pasar por alto».
Según Reyes-García y sus colegas, una forma de ayudar a cambiar los esfuerzos de conservación es dar a las especies un «estatus biocultural», que proporcionaría una imagen más completa de su vulnerabilidad. En el estudio, el equipo utilizó las investigaciones existentes sobre la vitalidad de las lenguas para determinar el riesgo de desaparición de una cultura: Cuanto más disminuye el uso de la lengua de un grupo cultural, más amenazada está esa cultura. Y cuanto más amenazada está una cultura, más vulnerables culturalmente son sus especies importantes. Los investigadores combinaron entonces la vulnerabilidad cultural y biológica de una especie para llegar a su estatus biocultural. En el caso del dugongo, su estado biocultural es en peligro, lo que significa que está más amenazado de lo que sugiere su clasificación en la UICN.
Este enfoque interseccional de la conservación puede ayudar a las especies implicando a las personas que históricamente las han cuidado (SN: 3/2/22). Según Reyes-García, también puede poner de relieve cuándo las comunidades necesitan apoyo para continuar su gestión. Reyes-García espera que este nuevo marco impulse más esfuerzos de conservación que reconozcan los derechos de las comunidades locales y fomenten su participación, favoreciendo la conexión de los seres humanos con la naturaleza en lugar de crear más separación.